El acto de jugar es consustancial para el ser humano desde su nacimiento. Los juegos de azar son una de las actividades lúdicas características de las civilizaciones antiguas, ya que se tiene constancia de su existencia en civilizaciones como el Antiguo Egipto (3.000 a.C). De hecho, William Boyd, escritor británico nacido en Ghana (1952), señala que la suerte ha jugado un papel muy importante en la existencia de los seres humanos, ya que “en la vida todo es azar, lanzar los dados y ver qué sale”. Por este motivo no es de extrañar la tendencia de los seres humanos a pensar que pueden controlar o influir en los resultados de los juegos de azar.
El ser humano tiende por naturaleza a los juegos de azar como una forma de entretenimiento. Al fin y al cabo, el ocio es una necesidad humana, cuya satisfacción constituye una condición indispensable de calidad de vida. Unos juegos de azar que ya existían en España antes de la invasión romana de la Península Ibérica en el 218 a.C. A pesar de ello, la pasión de este pueblo por estas formas de ocio, especialmente por los dados y las apuestas, fue la causante de su propagación por todas las capas y clases sociales de la época. Alfonso X el Sabio reglamentó el juego en 1275 a través del Ordenamiento de las Tafurerias, un conjunto de leyes promulgadas para la regulación de las casas públicas de juego en las que se determinaba el modo de jugar a los dados.
Los Reyes Católicos dictaron una pragmática similar al Ordenamiento de las Tafurerias en 1480, mientras que Felipe II mantuvo la vigencia de las normas promulgadas por sus predecesores. De esta forma, ‘El prudente’ estableció que ninguna persona, más allá de su calidad o condición, podía apostar en un mismo día más treinta ducados al juego de la pelota, ya que este juego guardaba relación con otros juegos de azar como los dados o tablas. Además, también estableció ciertos castigos físicos para sancionar a los jugadores de clases bajas. A pesar de este contexto de ilegalidad, los españoles continuaron jugando de forma clandestina en las fondas (establecimientos de hostelería) y hospederías.
El 30 de septiembre de 1763, Carlos III legalizó los juegos de azar con la instauración de la Lotería Nacional, a través del Real Decreto firmado por el marqués de Esquilache, responsable de la Hacienda pública. Sin embargo, esta decisión tenía como objetivo la creación de un impuesto encubierto para aumentar los ingresos del erario público sin el quebranto de los españoles. Sin embargo, la etapa más prohibicionista de la historia del juego en España llegó en 1923, con la dictadura de Primo de Rivera. Este militar decretó el cierre de los casinos y círculos recreativos, así como la prohibición de los juegos de azar, una medida que prolongó el dictador Francisco Franco durante su régimen. Una etapa oscura que vio la luz con la llegada de la democracia, que trajo la reapertura de los casinos y la regulación las modalidades de juegos en la sociedad española.
La legalización del juego en España
La legislación actual tiene su origen histórico en el Real Decreto-Ley 16/1977 de 25 de febrero, mediante el cual se regularon los aspectos penales, administrativos y fiscales de los juegos de suerte, envite o azar y apuestas. Una despenalización parcial de los tradicionales juegos de azar que llegó en un momento de crisis económica, especialmente en la industria turística. De esta forma se ponía fin a un largo camino hacia la reglamentación de los juegos de azar en España. Un recorrido plagado de numerosos obstáculos, con continuos enfrentamientos entre detractores, que querían acabars con lo que consideraban un vicio social, y defensores de esta forma de entretenimiento, que defendían la reglamentación del juego como la mejor opción respecto a las leyes represoras anteriores.
La Constitución Española de 1978 contempló el reparto de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas en materia de los juegos de azar. A partir de ese momento, las distintas CCAA fueron regulando los juegos de azar que se realizaban en su territorio, como las máquinas recreativas, los casinos o los bingos. A pesar de ello hubo que esperar hasta el año 1981 para que los jugadores pudieran jugar a las máquinas recreativas y de azar de forma legal. Las máquinas tragaperras se convirtieron en el mayor ejemplo de la desastrosa normativa de las Comunidades Autónomas, ya que cada una desarrolló su propia legislación al respecto, por lo que los operadores de juego tuvieron que adaptar sus productos a las exigencias de cada una de ellas.
La aprobación de la Ley 13/2011, de 27 de mayo, de regulación del juego, que no entró en vigor hasta el 1 de junio de 2012 con la concesión de las primeras licencias, dio cobertura a una realidad social y economía implantada en el mercado español como era el juego online o por internet, incluyendo las tragaperras gratis. En dicha Ley del Juego también se regularon los juegos de ámbito estatal. Con esta legislación se unificó la regulación de las actividades de juego online, siendo reguladas por la Dirección General de Ordenación del Juego (DGOJ), organismo dependiente del Ministerio de Hacienda que ejerce las funciones de regulación, autorización, supervisión, control y, si es necesario, sanción de las actividades de juego de ámbito estatal. De esta forma, el Estado tiene como ámbito de actuación la regulación y el control del mercado español del juego online.
Desde la regulación del juego en España en 1977 hasta la actualidad, pasando por la Ley/2011, el sector del juego online ha experimentado un crecimiento exponencial imparable. Según el ‘informe anual de mercado juego online estatal’ elaborado por la DGOJ, este sector movió, en términos de cantidades jugadas, un total de 17.349 millones de euros durante 2018, lo que representa un incremento del 30,5% respecto al mismo ejercicio anterior. Además, esta industria realiza una contribución económica de 1.200 millones de euros al Estado, que conforma el 2,3% del Producto Interior Bruto, mientras que también crea más de 120.000 empleos. Unos datos que muestran la importancia de los juegos de azar en la economía española.